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Los buenos tiempos
Novela.
Viena: Paul Zsolnay Verlag, 2019.
ISBN 978-3-552-05911-5.
Marco Dinic
>> Reseña
Fragmento:
HacÃa ya una hora que estábamos en camino. La frontera entre Austria y HungrÃa la cruzamos sin mayores problemas. Aunque Viena quedaba a menos de una hora de viaje en auto, a medida que avanzábamos hacia el Este me invadÃa una suerte de oscuro presentimiento, una sensación de angustia que conocÃa bien y de la que no era fácil liberarse.
Al echar el primer vistazo por la ventana, se pudo ver un ligero velo de nubes en el cielo y a lo lejos algunos de los molinos que seguÃan detenidos estiraron los miembros de acero hacia la leve brisa de la tarde. El autobús traqueteaba por la autopista como una mala costumbre. El control de pasajeros por parte de los funcionarios aduaneros húngaros vestidos de civil poco después del paso de frontera no habÃa sido más que un simple trámite. Desde los incidentes en la frontera exterior un mes atrás el clima estaba tenso, y los personajes con su actitud ridÃculamente presumida también nos lo hicieron sentir. Pero las miradas de los funcionarios, entrenadas en aparentar desconfianza, no lograban disimular el aburrimiento con el que controlaban ese sector de la frontera.
El autobús de Salzburgo a Nis?, también llamado "Expreso de trabajadores extranjeros", no era la opción más confortable para viajar a Serbia, pero sà la más económica, aunque desde mi último viaje los precios habÃan aumentado considerablemente. Los motivos eran, entre otros, la ampliación de la flota con tres vehÃculos más y por consiguiente, del número de choferes, según me lo habÃa comentado por teléfono la señora desde la otra punta cuando pocos dÃas antes reservé mi pasaje a Belgrado.
Ahora estaba sentado en uno de esos autobuses nuevos, con mi vecino de asiento hablándome sin cesar, un hombre de mediana edad algo rechoncho cuya euforia general no terminaba de congeniar con el espÃritu cansino del viaje. Cuando levantaba las manos, debajo de su parka gastada se entreveÃa un pulóver rojo chillón con agujeros. Sudaba mucho, apestaba a cigarrillos y a loción de afeitar barata. Su cabello ralo, peinado al costado formando algo asà como una raya delgada, no lograba tapar del todo las gotas de sudor esparcidas por su calvicie. Este aspecto de cierto abandono era reforzado por sus ojos oscuros y fangosos, asà como por los dientes grises que intentaba esconder frunciendo los labios con movimientos espasmódicos. A pesar de todo, transmitÃa amabilidad, y su voz profunda y áspera, cierta confianza. Aunque se esforzaba por contarme algo acerca de un conocido que habÃa solicitado la visa el año anterior, en el fondo estaba monologando, cosa que no parecÃa disgustarle.
Yo estaba en otra parte con mis pensamientos, mientras el vehÃculo monstruoso de la empresa Euroliner de a poco iba retomando la velocidad tÃpica de HungrÃa, que me era tan conocida, un andar uniforme en una autopista casi sin curvas, de la que siempre habÃa pensado que, cual murmullo blanco, no tendrÃa principio ni fin.
Los autobuses partÃan a diario y hacÃan paradas intermedias en Wels, Linz, Viena, Budapest, Subotica, Novi Sad, Belgrado y Kragujevac. Yo habÃa subido en Viena. Los rostros de los choferes, de expresión fiera, se iluminaron al verme subir. Me saludaron muy amablemente, como si me conocieran de viajes anteriores, lo cual era imposible... yo habÃa viajado por última vez en un Expreso de trabajadores extranjeros hacÃa unos diez años, pero, en aquel entonces, en la dirección contraria.
De todas maneras, sus grandotas narices rojas y sus barrigas hinchadas hacÃan juego con el resto del grupo de pasajeros, compuesto principalmente por hombres: cincuentones a los que se les notaba la diáspora, el trabajo fÃsico y la adicción al alcohol, una mezcla que solo habÃa podido producirse en el extranjero, porque en Serbia alcohol habÃa de sobra, pero trabajo no. Estos hombres, ahora, se disponÃan a transformar el autobús durante el viaje de casi quince horas en un biotopo de curiosidades y obscenidades, que aquÃ, sin embargo, no parecÃan estar fuera de lugar. Se la pasaban prendidos a las botellas de aguardiente que habÃan traÃdo, o tomaban cervezas que los choferes entregaban por lo bajo a cambio de un euro con treinta. Horas preñadas de una tortuosa algarabÃa turbo-folk completaban la actividad alcohólica en las primeras filas. De vez en vez –cuando incluso a alguno de los choferes ya le resultaba demasiado– tocaban canciones de Bijelo Dugme, con los que los espÃritus bulliciosos se quedaban sospechosamente callados y reinaba un recogimiento casi nostálgico. Por lo general, también estaba encendido el televisor. Viejas pelÃculas de la diáspora sobre Z?ika, a quien todos llamaban tan solo "el Señor Z?ika", que en los años setenta trabajando en Frankfurt como plomero habÃa ahorrado suficiente dinero para comprarse un departamento en Belgrado y ahora lloraba la pérdida de su edad de oro personal en nueve pelÃculas. Fue un gran alivio para mà tener que bajarme en Belgrado.
(pp. 9 y ss.)
© 2019 Paul Zsolnay Verlag, Viena
© de la traducción, Martina Fernandez Polcuch, 2019
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